En una novela corta –tan corta que abortó destinada al cajón
de los retazos ya tantos, acumulados entre criaderos de polvo, monsieur
Duchamp, en la antigüedad de una caja de detergente de una marca ya muerta –, cuando
alguna vez quise evocar o inventar en pluma y papel un futuro, pero no tan
lejano,y especular ociosamente con la ruta de dos tendencias sociodemográficas, bonos generacionales, con
ingredientes residuales, a cobrarse a la vuelta de la esquina, como quien dice…
Podrían ser un uróboro que se muerde la cola, dos ominosos extremos que se
tocan: 1) cada vez más niños y adolescentes comportándose como adultos, apoderándose
de la cultura y el conocimiento, y 2) cada vez más viejos longevos
comportándose como adolescentes y chamacos, en un conveniente Alzheimer, como dos
hipotéticos símbolos paradigmáticos en este revuelto inicio del siglo XXI: Ipods
y viagra.
¿Qué pensaron quienes tomaron decisiones desde mediados de
los años 90 para modelar un futuro “mejor” por medio de la tecnología? La cibernética,
la informática y la medicina en varios campos, “progresaron como nunca”, han
creado una especie de Frankenstein de muchas cabezas porque la sociedad toda se
ve imbuida en una fantasmagoría de mercadotecnia viral, en que la felicidad se
mide por gigas de capacidad móvil de descarga y la “juventud” multivitamínica
de superppíldoras y placebos de productos milagro, con mucha ética sin resolver.
Quienes tomaron estas decisiones no estarán vivos dentro de,
digamos, treinta años entre los dos grupos de edad que entonces estarán entre los
7-14 y los 75-90 años (la curiosamente acuñada “cuarta edad”); no serán uno de
esos los viejos que trotan incansables y andan en bicicleta, bronceándose en
las playas, que visten y calzan a la moda y tienen sexo (los divorcios entre
matrimonios de la tercera edad van en aumento). Menos aún estarán entre los
adolescentes que imponen criterios, lenguajes, códigos y productos consumibles
en el futuro que apenas rasguña nuestras puertas, como en un superdinámico
videojuego de realidad virtual o una doble mortal en BMX, mundo que atrae como edulcorado
parque de diversiones para los antiguamente ancianitos llamados con cariño “cabecitas
blancas” o “abuelitos”.
Si bien falta mucho para ver centros de spa geriátricos con
diversiones triple X y mucho viagra mejorado en las dulceras, y centros de
negocios totalmente dirigidos por adolescentes, hoy se pueden experimentar los
efectos colaterales de esta fase histórica de transición o “bisagra”, entre dos
siglos, donde, otra vez, las principales víctimas, somos los exógenos bichos de
la malparida “generación X”, la de la eterna crisis que, afortunadamente para
entonces, también estaremos bien muertos (¿de veras?): una sociedad que busque
“vida eterna” también debe tener su eutanasia express. La parte de los ancianos
era la más avanzada en mi ociosa ficción.
En fin todo esto vino como haber destapado inadvertidamente
una botellita del genio malandrín, con dos eventos hace una semana, con dos
mundos en colisión que me tomaron por sorpresa, que me alcanzaron como bajados
en la Deus ex
machina, y que impelieron a desempolvar esos papeles y ver el bosquejo que me
había figurado cuando escribí los apuntes, hace unos cuatro años.
I. Una extraviada “cabecita blanca”
Era un atardecer de ruido de automóviles sobre una calle con
pocos transeúntes, en que se me regaló una curiosa epifanía: literalmente, una bendición,
porque me dio ocasión de hacer una “buena obra” que brotó al divisar una
ancianita que claramente pasaba de los 80 años, enjuta en sus 145 centímetros y
lánguido esqueletito, y que ostensiblemente no era del rumbo. A unos pasos de
la esquina de mi casa, todo un día en la calle, asoleado y sediento, se impuso
a mi cansancio la conmoción de esa triste viñeta al aguafuerte, recortada encorvada
en el moribundo sol poniente con ominosas bolsas del supermercado, alforjas de
la pesada soledad y, aunque siempre soy reacio a comportarme como buen
samaritano, por dispares pretéritas experiencias, la estampa era irrenunciable,
y la venerable octogenaria no sólo aceptó mi asistencia sino también, muy
compungida, una tremenda realidad: estaba totalmente extraviada.
Al liberar sus escuálidas manitas del cargamento perdí un
poco el equilibrio por el inesperado peso, y regresamos sobre mis pasos para
conducirla hasta la avenida y orientarla en la voraz urbe que anochecía a pasos
agigantados. Estaba asombrosamente lejos, tanto de su casa como de la tienda
donde salió en ruta equivocada, y fue que me empezó a colmar de bendiciones. Un
poco a regañadientes reveló que a nadie tenía para acompañarla en tan penosa
faena, nunca le había sucedido, qué pena… mascullaba, cada vez más angustiada
por su extravío y agradecida por mi “aparición” en su camino, salpicándome cada
cinco pasos de floridas bendiciones que laceraban mi piel como inmerecidas
zalamerías de la mujercita de piel oscura y curtida.
Veinte minutos de bendiciones al “enviado del cielo”, luego de
rehusarse, dictatorial, a que tomáramos un taxi hasta su casa, por temor o por
auténtica pena, el caso es que insistí en acompañarla a lo largo de unas 14
cuadras no sólo a cargo de las cuatro pesadas bolsas, sino también el servicio de
mi brazo como sostén para la atribulada abuelita, sin parientes a la vista, que
a pasos muy lentos y menudos, me guió hasta su humilde morada, sobre la avenida
División del Norte, a las 8:30 pm horario de verano, y a cada paso mis músculos
y piel con una extraña, poderosa energía, emanada de un orgullo íntimo,
incomprensible y hasta “sospechoso” para las personas que en el camino
observaban la escena de un matudo flaco y erguido hombre de negro cargando
bolsas del mandado y una encogida viejecita del brazo a paso mínimo sobre la
avenida.
Después de una pausa de pocos segundos para cambiar las
bolsas de brazos y darle al derecho más carga para que doña Silvia se pudiera
tomar bien del izquierdo, mantuve la disciplina para conducirla sana y salva,
atravesando dos peligrosos cruceros, hasta las puertas de su casa, que abrió
con ceremonia para después pagarme con un frágil abrazo, despidiéndome yo
besándole la frente, para regresar con la felicidad arrebolada en los músculos
de los brazos, por fin libres del peso de la pequeña despensa quincenal de la
solitaria doña Silvia, a quien recomendé comprar en un almacén más cercano, como
el que pasamos de camino a su casa.
Tres días después me alegré extrañado, verla en esa tienda
que le recomendé, algo se le habrá olvidado, pensé, y claro, no me reconoció
cuando la saludé, y con la prudencia en las suelas me alejé saludándola sin
insistir ni recordarle aquella caminata con las bolsas y mucho menos sus
extensas bendiciones. Ese es el mundo de mi abuelita, de los viejecitos míticos
que pueblan los recuerdos de mi generación y anteriores.
II. El dragón dorado
Unos días después una mordida de futuro me asaltó en ese mismo
supermercado, al que acudí a comprar un cuaderno porque en la papelearía
costaba el doble, me disponía a encadenar la bicicleta en un poste cercano a la
salida cuando una flamante camioneta se estacionó a medio metro de donde hacía
la maniobra y una señora de más de sesenta años bajó del lado del pasajero. Del
volante descendió quien sería su esposo, un llamativo caballero bastante mayor
que ella, en sus ochenta y tantos, pero ataviado a la moda motociclista cross,
muy delgado, estrecha chaqueta de cuero negro, blanco y rojo, con leones y
dragones asiáticos en la espalda; calzado deportivo negro, también de piel, de
conocida marca de diseñador; lentes oscuros de amplios cristales reflejantes,
el cabello tan blanco que parecía dorado, disparó de inmediato el recuerdo de
la novelita olvidada durante años en el húmedo montón de otros papeles. Con la
imaginación orbitando entre los personajes entré por un cuaderno que no
encontré, así que salí casi de inmediato con la idea fija de desempolvar esa
trama no bien llegara a mi casa.
No había terminado de desencadenar la bicicleta cuando el emblemático
anciano me interpeló a unos pasos de distancia y primero creí que le interesaba
saber algo del modelo de la bici, pero enseguida escuché que la reclamaba de su
propiedad y exigía devolución inmediata. Quise inútilmente aclarar la confusión:
el señor quería “su bicicleta” con tono cada vez más vehemente y acusatorio, los
puños en ristre, y me tomó por sorpresa;
con una ridícula fuerza me empujó y eso me hizo dudar de su lucidez. Con la vista
busqué a la mujer con quien llegó, pero sólo me encontré con los rostros
interrogantes de un grupo de clientes y los locatarios de los negocios
perimetrales, los empacadores de la “tercera edad”, atónitos espectadores.
Forcejeamos, guardé como pude la cadena de la bicicleta y
pretendí trepar y desaparecer, pero el dragón me hizo perder el equilibrio y
antes de sobreponerme hacía ademanes como de sacar un arma de su chamarra, y en
una fracción de segundo brincó a su camioneta encendió el motor y lo creí en
disposición de embestirme, como un desaforado dibujo animado maldiciéndome
desde la ventana, y fue cuando el esqueleto me reclamó más instinto y fue el
resorte que me puso de un salto sobre la bicicleta para esfumarme.
A cada pedaleada la competencia entre dos sentimientos
allanaron el desfogue emocional de esa tarde: el poderoso deseo del desquite,
de una revancha contra el senil energúmeno, pero cuando vi que a la bicicleta
le faltaba el espejo, que compré apenas un mes atrás, escogiendo estúpidamente
de los más caros, me sobrecogió una carcajada que desplazó la ira que me
aconsejaba regresar y reclamarle el hurto y darle de perdida un coscorrón, pero
me acordé de los muchos otros ancianos que conozco, algunos familiares, y pensé
si en esa novelita existiría la eutanasia como un servicio público o privado,
donde podría uno esperar sentado, como los empacadores en el supermercado, al
esperar su turno.