Thursday, May 24, 2012

Chamacos de la cuarta edad


En una novela corta –tan corta que abortó destinada al cajón de los retazos ya tantos, acumulados entre criaderos de polvo, monsieur Duchamp, en la antigüedad de una caja de detergente de una marca ya muerta –, cuando alguna vez quise evocar o inventar en pluma y papel un futuro, pero no tan lejano,y especular ociosamente con la ruta de dos tendencias sociodemográficas, bonos generacionales, con ingredientes residuales, a cobrarse a la vuelta de la esquina, como quien dice… Podrían ser un uróboro que se muerde la cola, dos ominosos extremos que se tocan: 1) cada vez más niños y adolescentes comportándose como adultos, apoderándose de la cultura y el conocimiento, y 2) cada vez más viejos longevos comportándose como adolescentes y chamacos, en un conveniente Alzheimer, como dos hipotéticos símbolos paradigmáticos en este revuelto inicio del siglo XXI: Ipods y viagra.

¿Qué pensaron quienes tomaron decisiones desde mediados de los años 90 para modelar un futuro “mejor” por medio de la tecnología? La cibernética, la informática y la medicina en varios campos, “progresaron como nunca”, han creado una especie de Frankenstein de muchas cabezas porque la sociedad toda se ve imbuida en una fantasmagoría de mercadotecnia viral, en que la felicidad se mide por gigas de capacidad móvil de descarga y la “juventud” multivitamínica de superppíldoras y placebos de productos milagro, con mucha ética sin resolver.

Quienes tomaron estas decisiones no estarán vivos dentro de, digamos, treinta años entre los dos grupos de edad que entonces estarán entre los 7-14 y los 75-90 años (la curiosamente acuñada “cuarta edad”); no serán uno de esos los viejos que trotan incansables y andan en bicicleta, bronceándose en las playas, que visten y calzan a la moda y tienen sexo (los divorcios entre matrimonios de la tercera edad van en aumento). Menos aún estarán entre los adolescentes que imponen criterios, lenguajes, códigos y productos consumibles en el futuro que apenas rasguña nuestras puertas, como en un superdinámico videojuego de realidad virtual o una doble mortal en BMX, mundo que atrae como edulcorado parque de diversiones para los antiguamente ancianitos llamados con cariño “cabecitas blancas” o “abuelitos”.

Si bien falta mucho para ver centros de spa geriátricos con diversiones triple X y mucho viagra mejorado en las dulceras, y centros de negocios totalmente dirigidos por adolescentes, hoy se pueden experimentar los efectos colaterales de esta fase histórica de transición o “bisagra”, entre dos siglos, donde, otra vez, las principales víctimas, somos los exógenos bichos de la malparida “generación X”, la de la eterna crisis que, afortunadamente para entonces, también estaremos bien muertos (¿de veras?): una sociedad que busque “vida eterna” también debe tener su eutanasia express. La parte de los ancianos era la más avanzada en mi ociosa ficción.

En fin todo esto vino como haber destapado inadvertidamente una botellita del genio malandrín, con dos eventos hace una semana, con dos mundos en colisión que me tomaron por sorpresa, que me alcanzaron como bajados en la Deus ex machina, y que impelieron a desempolvar esos papeles y ver el bosquejo que me había figurado cuando escribí los apuntes, hace unos cuatro años.


I. Una extraviada “cabecita blanca”
Era un atardecer de ruido de automóviles sobre una calle con pocos transeúntes, en que se me regaló una curiosa epifanía: literalmente, una bendición, porque me dio ocasión de hacer una “buena obra” que brotó al divisar una ancianita que claramente pasaba de los 80 años, enjuta en sus 145 centímetros y lánguido esqueletito, y que ostensiblemente no era del rumbo. A unos pasos de la esquina de mi casa, todo un día en la calle, asoleado y sediento, se impuso a mi cansancio la conmoción de esa triste viñeta al aguafuerte, recortada encorvada en el moribundo sol poniente con ominosas bolsas del supermercado, alforjas de la pesada soledad y, aunque siempre soy reacio a comportarme como buen samaritano, por dispares pretéritas experiencias, la estampa era irrenunciable, y la venerable octogenaria no sólo aceptó mi asistencia sino también, muy compungida, una tremenda realidad: estaba totalmente extraviada.

Al liberar sus escuálidas manitas del cargamento perdí un poco el equilibrio por el inesperado peso, y regresamos sobre mis pasos para conducirla hasta la avenida y orientarla en la voraz urbe que anochecía a pasos agigantados. Estaba asombrosamente lejos, tanto de su casa como de la tienda donde salió en ruta equivocada, y fue que me empezó a colmar de bendiciones. Un poco a regañadientes reveló que a nadie tenía para acompañarla en tan penosa faena, nunca le había sucedido, qué pena… mascullaba, cada vez más angustiada por su extravío y agradecida por mi “aparición” en su camino, salpicándome cada cinco pasos de floridas bendiciones que laceraban mi piel como inmerecidas zalamerías de la mujercita de piel oscura y curtida.

Veinte minutos de bendiciones al “enviado del cielo”, luego de rehusarse, dictatorial, a que tomáramos un taxi hasta su casa, por temor o por auténtica pena, el caso es que insistí en acompañarla a lo largo de unas 14 cuadras no sólo a cargo de las cuatro pesadas bolsas, sino también el servicio de mi brazo como sostén para la atribulada abuelita, sin parientes a la vista, que a pasos muy lentos y menudos, me guió hasta su humilde morada, sobre la avenida División del Norte, a las 8:30 pm horario de verano, y a cada paso mis músculos y piel con una extraña, poderosa energía, emanada de un orgullo íntimo, incomprensible y hasta “sospechoso” para las personas que en el camino observaban la escena de un matudo flaco y erguido hombre de negro cargando bolsas del mandado y una encogida viejecita del brazo a paso mínimo sobre la avenida.

Después de una pausa de pocos segundos para cambiar las bolsas de brazos y darle al derecho más carga para que doña Silvia se pudiera tomar bien del izquierdo, mantuve la disciplina para conducirla sana y salva, atravesando dos peligrosos cruceros, hasta las puertas de su casa, que abrió con ceremonia para después pagarme con un frágil abrazo, despidiéndome yo besándole la frente, para regresar con la felicidad arrebolada en los músculos de los brazos, por fin libres del peso de la pequeña despensa quincenal de la solitaria doña Silvia, a quien recomendé comprar en un almacén más cercano, como el que pasamos de camino a su casa.

Tres días después me alegré extrañado, verla en esa tienda que le recomendé, algo se le habrá olvidado, pensé, y claro, no me reconoció cuando la saludé, y con la prudencia en las suelas me alejé saludándola sin insistir ni recordarle aquella caminata con las bolsas y mucho menos sus extensas bendiciones. Ese es el mundo de mi abuelita, de los viejecitos míticos que pueblan los recuerdos de mi generación y anteriores.


II. El dragón dorado
Unos días después una mordida de futuro me asaltó en ese mismo supermercado, al que acudí a comprar un cuaderno porque en la papelearía costaba el doble, me disponía a encadenar la bicicleta en un poste cercano a la salida cuando una flamante camioneta se estacionó a medio metro de donde hacía la maniobra y una señora de más de sesenta años bajó del lado del pasajero. Del volante descendió quien sería su esposo, un llamativo caballero bastante mayor que ella, en sus ochenta y tantos, pero ataviado a la moda motociclista cross, muy delgado, estrecha chaqueta de cuero negro, blanco y rojo, con leones y dragones asiáticos en la espalda; calzado deportivo negro, también de piel, de conocida marca de diseñador; lentes oscuros de amplios cristales reflejantes, el cabello tan blanco que parecía dorado, disparó de inmediato el recuerdo de la novelita olvidada durante años en el húmedo montón de otros papeles. Con la imaginación orbitando entre los personajes entré por un cuaderno que no encontré, así que salí casi de inmediato con la idea fija de desempolvar esa trama no bien llegara a mi casa.

No había terminado de desencadenar la bicicleta cuando el emblemático anciano me interpeló a unos pasos de distancia y primero creí que le interesaba saber algo del modelo de la bici, pero enseguida escuché que la reclamaba de su propiedad y exigía devolución inmediata. Quise inútilmente aclarar la confusión: el señor quería “su bicicleta” con tono cada vez más vehemente y acusatorio, los puños en ristre, y  me tomó por sorpresa; con una ridícula fuerza me empujó y eso me hizo dudar de su lucidez. Con la vista busqué a la mujer con quien llegó, pero sólo me encontré con los rostros interrogantes de un grupo de clientes y los locatarios de los negocios perimetrales, los empacadores de la “tercera edad”, atónitos espectadores.

Forcejeamos, guardé como pude la cadena de la bicicleta y pretendí trepar y desaparecer, pero el dragón me hizo perder el equilibrio y antes de sobreponerme hacía ademanes como de sacar un arma de su chamarra, y en una fracción de segundo brincó a su camioneta encendió el motor y lo creí en disposición de embestirme, como un desaforado dibujo animado maldiciéndome desde la ventana, y fue cuando el esqueleto me reclamó más instinto y fue el resorte que me puso de un salto sobre la bicicleta para esfumarme.

A cada pedaleada la competencia entre dos sentimientos allanaron el desfogue emocional de esa tarde: el poderoso deseo del desquite, de una revancha contra el senil energúmeno, pero cuando vi que a la bicicleta le faltaba el espejo, que compré apenas un mes atrás, escogiendo estúpidamente de los más caros, me sobrecogió una carcajada que desplazó la ira que me aconsejaba regresar y reclamarle el hurto y darle de perdida un coscorrón, pero me acordé de los muchos otros ancianos que conozco, algunos familiares, y pensé si en esa novelita existiría la eutanasia como un servicio público o privado, donde podría uno esperar sentado, como los empacadores en el supermercado, al esperar su turno.

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