Aplazar indefinidamente acciones importantes lo hacemos todos los días, que se pueden convertir en semanas, meses y años. Dos casos emblemáticos: una tesis para titularse o bajar de peso, pero se aplica más al mundo académico y laboral, cuando un exceso de confianza o falsa seguridad inducen dejar para después lo que se tiene que hacer en un plazo, y se deja hasta el último momento, y que al cumplirse da pie para repetir el ciclo procastinante y contaminar muchas otras de nuestras decisiones para empezar y terminar algo.
Este fenómeno se estudia como un trastorno del
comportamiento que se explicaría en estados depresivos, obsesión
perfeccionista, baja tolerancia a la frustración y por tanto igual autoestima,
y manía de ideas inconclusas, y siempre hay algún pretexto para no realizar algo
que incluso puede afectar emocionalmente a las personas por una diferida
insatisfacción o arrepentimiento por las inacciones.
El llamado efecto Zeigarnik muestra que las
personas somos más proclives a recordar y rumiar acerca de los asuntos
inconclusos que las tareas finalizadas, y paradójicamente, según estudios
las personas que procastinan tienden a la larga a conseguir mejores resultados
que quienes hacen sus tareas anticipadamente. Otros estudios indican que en
esos momentos de ocio en que aplazamos las tareas que son obligatorias o
importantes, suceden los mejores momentos de la creatividad y el cerebro
procesa la información, para dicha tarea, no está inactivo, pero si esa tarea
requiere de un esfuerzo físico, la procastinación puede ser aplastante y eterna
y el resultado, nulo.
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