Hace tiempo que quise escribir estas palabras; las pude
escribir o no, y el único efecto medible sería en mi propia electroquímica
emocional y mental. Estar aquí o no estar; vivir o morir; ver nacer y ver morir.
Hace casi tres meses que murió mi tía Yola, y ocho semanas exactamente después falleció
Gustavo García, quien fuera mi profesor en la UAM-X en el trimestre de cine, y también por
estos días dejó de existir Lou Reed. Los tres han tenido una importancia
decisiva en mi vida, por muy diversas razones, y no porque viera seguido a la
hermana menor de mi madre, con apenas 65 años, ni porque conviviera con Gustavo
poco más de tres meses en la universidad, saludos ocasionales en el último año
y medio de la carrera, y claro, todas las veces que lo vi en televisión y
escuché en la radio, leí en periódicos… y
no es que sea un fanático del fundador del mítico Velvet Underground…
¿Cómo es que estos tres personajes concurren en mi mente, con
pisadas tan fuertes en mi imaginación, en mis sienes, ahora que fenece el 2013?
Falta otra pieza en el rompecabezas, pero esa te la digo más adelante.
La tía Yola nunca se casó, y asumió el rol de amalgama y
diversión de la chiquillería de sobrinos. Se terminaban los años sesenta, tenía
un buen trabajo, un automóvil, le gustaba mucho el fútbol, pero ¡también lo
jugaba!, y era la capitana de uno de los equipos “llaneros” de la colonia
Portales, en la modalidad femenil; chaparrita y muy entrona, era de las mejores,
goleadora, no se perdía los partidos en televisión. En innumerables ocasiones
nos llevó de paseo, pero el poderoso motivo que hace evocar mi infancia es de
los días en que pastoreaba a la bandada de sobrinos para ver las matinés de
películas de luchadores en su época de oro.
Había funciones especiales de corridas de tres o cuatro
películas y las veíamos todas, hasta salir embotados de tantos madrazos del
Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, Black Shadow, el Huracán Ramírez, el Rayo de
Jalisco, la Tonina Jackson,
y tantos otros, en las más truculentas aventuras, contra monjes locos, lobas,
momias y hasta marcianos, que nos hacía soñar con la maldita Mano Negra y el
jinete sin cabeza. No tengo la menor duda de que esas fuertes dosis de luz y
celuloide prohijaron para siempre el duro efecto de la ficción, la fantasía, el
heroísmo y la eterna lucha entre el bien y el mal, por más maniqueo y
manipulado que sea el planteamiento, que detonó desde entonces en mi cerebro,
con el gusto maniaco por la narrativa.
La tía Yola se ocupó de unir a la familia con el pegamento
del afecto, de encargarse de la rutina de hablar por teléfono en los
cumpleaños, y visitar a enfermos y a los ya varios ancianos de la familia… Hasta
que una emergencia médica la llevó al fin de sus días en esta tierra.
Recuerdo muy bien la primera clase con Gustavo García, en uno
de los edificios de la UAM Xochimilco,
porque lo primero que dijo fue que ignoráramos la lista de lecturas que pedía
cubrir el sistema escolar, y nos dio su propia bibliografía obligada, entre otros libros El emperador, de Ryszard Kapuściński,
varios de Tom Wolfe, Truman Capote, Monsiváis, piezas del nuevo periodismo,
novelas, y con la linterna mágica de una aguda inteligencia, un discurso
envolvente, la barba y bigote que nunca abandonó, y que llevó mientas
encanecía, con sabroso discurso verbo-gestual a generaciones de estudiantes
hasta los misterios del cine de autor, alentándonos a investigaciones
semióticas o personalísimas, con gesto elegante y una voz que sería reproducida
tantas veces en programas de radio y televisión. Dejó para siempre en mi
espíritu la avidez maravillada de la cinematografía… Hasta que una emergencia
médica lo llevó al fin de sus días en esta tierra.
La música de Lou Reed no era particularmente de mi entusiasmo
hasta que en los ochenta escuché sus discos de los setenta, los míticos
arrebatos con Velvet Underground, y en los noventa sus discos de los ochenta, y
leí de su vida escabrosa, exponencial, y su poesía arrebatada, hipster de
sangre y hueso, y después alguien me regaló recién salido el disco New York (1989), pero al final fueron dos
canciones las que permanecen en mi cerebro como ecos distantes: “Walk on the
wild side” y “Perfect day” (ambas de 1972), ambas usadas en muy distintas películas,
como Times Square (estrenada en
México en 1981, titulada Las guerreras de
Nueva York) sobre todo la segunda, en Trainspotting
(1996). Ese día “perfecto”, se convirtió en un anti-himno en los días extraños
de los paraísos artificiales del más alto gramaje. Momentos inolvidables de
ternuras demenciales, ortodoxo hedonismo con la banda sonora de una música
(electrónica) brutal, subterráneos que quise o debí recorrer para llegar a este
hiper-presente que hoy me abruma de aire puro y una afrentosa sensación de
energética libertad.
Para eso hay que caminar en el tiempo y encontrar la cuarta
pieza de este rompecabezas.
Facturas
infinitesimales o de cómo un felino crece en mi cerebro
La física me interesa mucho porque en la secundaria y en el
bachillerato era una de las materias que tenía que rigurosamente “pagar” al
final del ciclo escolar en la primera, segunda y hasta tercera vuelta, incluso
en geometría analítica tuve que literalmente sobornar al corrupto y muy
accesible profesor para poder pasarla y terminar la preparatoria, marca
“patito”, que recibía al detritus estudiantil de quienes habíamos sido
expulsados o no admitidos en otras escuelas, problemáticos jovenzuelos que lo
último que queríamos era estar en un aula entre fórmulas de física.
Ahora tengo varios libros científicos zombies que esperan en
mi librero a despertar de entre los muertos… Algún día en que me propongo enfrentar
al gallo cartesiano por las navajas, allí entre el malhadado Tippens, con sus
palancas, poleas, acústica y electrónica atrapadas en sus páginas, que gritan
que hay aplicaciones prácticas para todo esto, así estén aplanadas en las
amarillentas y nunca abiertas páginas.
Hace treinta y tres años, más o menos, me di un terrible
golpe en el cráneo con el marco de metal de la puerta caída en la azotea de un
edificio derruido, sin techo, al bajar los escalones brinqué como batracio, sin
fijarme que me toparía de coronilla con el travesaño de hierro y poco después,
tal vez un año, empezaron los tormentos neurálgicos, o al menos es el origen
que quise pensar para mis dolencias de cerebro que hicieron su entrada triunfal
en mi vida, devastándome durante décadas.
Pero también ese año empecé a someterme a todo tipo de
presiones: me casé muy joven, tuve hijos muy joven, trabajé muy joven en
lugares muy exigentes, todo lo viví muy rápido muy joven, y ya en mi madurez me
tortura el dolor de cabeza, migrañas, cefaleas, neuralgias, punzadas, atrofia
ósea y muscular, hipersensibilidad a los ruidos y a la luz, es decir,
alimentando toda mi vida al monstruo que en secreto imaginé creciendo en el
interior de mi cabeza, un enfurecido felino que cada vez con mayor malévola
incidencia, me recordaba que algo malo, muy malo estaba ocurriendo. No tuve
tiempo, o no quise tener tiempo para problemas de salud.
Ya cumplidos los cincuenta años, con el dolor encajado como
parte acompañante de mi vida, dándome cuenta que un signo ominoso de la madurez
es en espiral cada vez enterarte de más personas que padecen enfermedades o
mueren. Y un principio paradójico empezó a llenar mi cabeza de suposiciones,
especulaciones, abrumado por la tantas veces infalible “ley de Murphy” en la
fatal casuística de “si algo anda mal, todavía puede ponerse peor”. ¿Qué andaba
mal en mi cabeza? Durante muchos años se había sembrado la sospecha de un
frijol maligno.
Si a eso le agrego negligencia propia y extraña en la
atención de la incógnita, tenemos el cuadro perfecto de una tragedia de salud y
personal, porque ¿quién no ha tenido un maldito dolor de cabeza en su vida? ¿Tú
no? Bueno, el caso es que el cigarro, las temporadas de diversión alcoholizada,
los tóxicos quesque recreativos, y tratar de tapar el volcancito mañoso de la jaqueca
con bonito catálogo de analgésicos, algunos prescritos y otros “más fuertes” recomendados
por un amplio espectro de familiares, amigos, compañeros… Porque… Eran sólo de
vez en cuando y perfectamente “normales”.
El estrés, la contaminación, ya sabes, las presiones, y dos
aspirinitas mitigaron durante un par de años la punzada, si las ingería justo
en el momento para detener los trenes del dolor del trote al galope, pero con
los años se empezaron a hacer más y más frecuentes los ataques malévolos, a
veces inutilizándome en un rincón oscuro con el dolor en el tejido
sobrecalentado más sensible del cerebro, y así pasaron ocho, diez años, y
pronto había renunciado a todos los analgésicos, por inútiles, y opté por las remedios
medievales: encriptarme y emparedarme, a veces aplicar hielo en el cráneo, o
apretarme con una bandana, cañonear con agua helada y unas cuantas ocasiones
lograr un efecto de shock-placebo sobre las sienes infladas y galopantes, pero
nada efectivo.
Navegué un buen rato, con meses de tersura salpicados por un
par de días de atroz postración, hasta que decidí ir al consultorio, a sabiendas
de que podrían “batearme” porque ¿quién va al doctor por un dolor de cabeza?,
seguía pensando, pero el galeno del Seguro Social me ordenó un check-up, me
regañó por no haberlo hecho en los pasados diez años, y tres semanas después, un
diagnóstico inesperado: hiperlipidemia, niveles altísimos de lípidos, grasas, que
sin importar mi flaca figura, invadían mis conductos de pies a cabeza,
dificultando la circulación, produciendo las forzadas pulsiones arteriales. Esa
era la explicación de los dolores de cabeza, zumbidos, hormigueo y demás…Ya
había dejadod e fumar hacía años, pero urgía cambiar de muchos hábitos
alimenticios… Podría tardar varios meses bajar mis niveles de colesterol y
triglicéridos, dos cómplices perfectos de muertes lentas y silenciosas… Pero en
secreto para mí eran “buenas noticias”, porque ¡no era la cabeza!
Dejé los emparedados de crema de almendras con mermelada,
los chocolates y dulces, gomitas enchiladas, los helados, pan, atracones de galletas,
frituras, refrescos, tantos años en mi cuerpo, de un día al otro ¡estrictamente
vedado! Dosis respetables de pravastatina y bezafibrato –que suelen contraer
los músculos y dar calambres–, pero como detesto los fármacos, decidí hacerme
vegetariano, y consumir sólo lácteos no grasos, y retomar el ejercicio físico
de intensidad: ciclismo, patinaje, para empezar. Con todo, los famosos niveles
no bajaron tanto como esperaba y se ha vuelto una batalla de años mantener
dieta libre de grasas y azúcares, ejercicio, y sin medicinas, pero el maldito
dolor de cabeza, ¡nunca se fue!, ni el zumbido, cuya frecuencia y tono se ha
vuelto una especie de baumanómetro.
Hace poco más de dos meses, agosto de 2013, se desata la
madre de todas las cefaleas, en intensidad y duración, más de veinticinco días,
veinticuatro horas al día, incluso entre sueños, me asalta un hacha de
obsidiana y me hace astillas la calma, inflamándome el cerebro y un
cortocircuito agita varios de mis dedos de la mano izquierda, adormece el mismo
lado de mi rostro, me preocupa en extremo y me lanza a una espiral de neurosis
en un momento muy crítico en el trabajo, como siempre. ¿Ir a urgencias? “Sólo
si hay vómito y convulsiones…” me dijo alguna vez uno de los doctores, es
decir, sólo al borde de un aneurisma. Me recomendaron dos analgésicos que “calmarían
a un caballo”, pero nada, la punzada feroz cabalgaba sin piedad.
Regresa el violento fantasma del tigre colérico y lo hace
por la voz de una conocida que padeció los mismos dolores durante más de una
década, doctores parecidos, diagnósticos disparados, pero nunca un examen
neurológico, porque hasta entonces era carísima una tomografía o una resonancia
magnética más los costos del especialista que consultar, ordenara e
interpretara, por lo tanto en el Seguro Social tenían la política de sólo atender
casos de comprobadísima contundencia, es decir, un absurdo de negligencia
institucionalizada y legitimada.
Hace cuatro años esta persona tomó la iniciativa de
conseguir una receta para tomografía, ahorrándose una primera consulta, y al
mismo tiempo exagerar al máximo, como lo ya había hecho en reiteradas
ocasiones, pero con un ingrediente extra, inventar el síntoma de un
“preocupante desmayo” para penetrar la roca y sembrar la duda en el doctor en
turno, y una vez conseguido el pase con el neurólogo, llegar con la tomografía
en mano.
El tiempo es vital, literalmente, porque a ella le
detectaron un tumor, del tamaño de un frijol, en medio del cerebro, pero
“gracias a Dios”, dijo persignándose, no era canceroso. Se hizo cristiana y
agradece todos los días por este “milagro”, porque con el tumor se esfumaron
sus dolores de cabeza bajo el fuero del bisturí de láser. Explicó paso a paso
la ruta que me invitaba a recorrer, y a enfrentar los hechos con valentía, y
con mucha fe, sobre todo… mucha fe.
Procedí casi exactamente como me recomendó esta amiga de mi
amiga, primero consiguiendo una receta que me ordenara la tomografía, y luego
ponerme bajo la radiación de esa máquina que parece un túnel al que se entra de
cabeza luego de ser inyectado con un colorante que eleva súbitamente la
temperatura desde la entrepierna hasta el plexo solar con la sensación de un
líquido caliente derramándose.
¿Que si me sentí nervioso? Fueron varios días de terribles
conjeturas, de escalofriantes escenarios en que me veía de entrada sometido a
la extirpación de un tumor, casi estaba seguro de que encontrarían algo, y
estos temores fueron atizados por mis obsesivas consultas en internet de casos
“parecidos”, y eso podría ser sólo el principio… del fin. Por eso el motor de
la perversión autodestructiva empezó a acelerar las imágenes fatídicas, hasta
cuestionarme sobre la encarnación de las ideas pesimistas durante años, hasta
la “lotería” del tener o no tener un mal terminal, cuya trama empezaría a
correr… Como una trillada película melodramática.
Pero entonces te haces a la idea, según tú, estás preparado
“para lo que venga”, y piensas directamente en la muerte, ese vértigo de
velocidades infinitas de los pensamientos del ya no estar aquí, en este
mundo, pero ¿cuál? ¿En el planeta Tierra o en el mundo de los vivos?
¿Quiénes te llorarían? Tus de repente furiosas ansias de vivir, de no haber
hecho aún cientos de cosas, el tiempo malgastado, ahora es un déficit en la
chequera del tiempo, que ya no puedes recuperar. Te abruma esa sensación de
brutal inutilidad, futilidad, de esta vida de apenas 50 años, y tan brutalmente insuficiente.
¿Hasta dónde llevas este germen de silogismos? ¿Cómo escapar
de las mazmorras del “seguro que…” y del “pero es que también…”, en una
dialéctica diabólica en que las suposiciones son navajazos en los nervios –por supuesto
haciendo de la perfecta cefalea un escandaloso canto fúnebre–, y juras y
vuelves a jurar, que aceptarás “como venga” ese destino? Ese que me esperaba demasiado fríamente en el mostrador donde
me entregarían esos enormes sobres de cartón impresos con la amable publicidad
humanitaria del laboratorio, con la clientela familiar extremadamente
satisfecha, pero que podría ser la última ironía que haría de la vida una
macabra carcajada, una burla gurroliana.
Como el pase a un especialista en el Seguro Social es literalmente kafkiano,
busqué un neurólogo no caro, porque, después de todo, gastara poco o mucho,
nada tenía que ver con que tuviera o no tuviera un tumor cerebral, que cada vez veía más como el funesto huésped
causante seguro de mis males, ¿fatal o no?, de mi ¿posible, probable?... deceso… ¿pronto,
no tanto?, ¿de origen congénito, innato, adquirido? ¡Vale madres! ¿Acaso
importa? Sí en efecto, conozco de cerca, o conocí a sobrevivientes del cáncer; mujeres todas, del tipo cérvico-uterino, de mama… Después de todo ¿es común?, pero ¿también lo es sobrevivir? Totalmente o en batallas remisas, pero allí en ese punto todo, se vuelve significante, miles de piezas indispensables de un rompecabezas inacabado, de señales palpitantes, hipervivientes.
La perversidad repulsiva de una moneda al aire, con el cerebro partido de dolor, que se apodera de todo y crispa nervios y músculos, muerde los huesos. En el último volado, cara o cruz, águila o sol, probabilidades de caer bajo el imperio del cáncer, me llevaron a la vieja paradoja del gato de Schrödinger, como la única forma de consuelo. Cito de Wikipedia: “un sistema que se encuentra formado por una caja cerrada y opaca que contiene un gato en su interior, una botella de gas venenoso y un dispositivo, el cual contiene una partícula radiactiva con una probabilidad del 50% de desintegrarse en un tiempo dado, de manera que si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere”. Es decir, yo no tengo la culpa, todo depende de un azar subatómico.
La noche de la víspera de la consulta, la vorágine de pensamientos y presentimientos en brumoso estado psicosomático, ya exhaustos los músculos y huesos de tanto elucubrar, voy arrastrando mis demonios hasta el consultorio, en una pequeña clínica compartida por varios especialistas. El neurólogo venía retrasado, con un auto en problemas, aunque ya cerca, dijo la recepcionista, fueron minutos expandidos en arcos de torcida exasperación dramática, fibras de cuerdas metálicas en su punto máximo de tensión. Con la musiquilla ambiental más inocua y aséptica y la brutal “normalidad” de la sala de espera, con un par de personas más que pronto desaparecieron detrás de las puertas de consultorios. Pensé en los relojes blandos de Dalí, el fuego sulfúrico de Guernica, los perros de Tamayo, de Rulfo, trozos de película, de mi trozo de película, formado de otros más pequeños que se remiten a unas cuantas escenas, malas o buenas el fin es unívoco, es una sentencia, hoy o mañana, pero ¿hoy, mañana?, ¿de veras?
Llega el doctor, totalmente distinto a como lo imaginaba, muy moreno, bajito de estatura, con una calvicie prematura y una sonrisa inexplicable. Pide disculpas y ofrece una mano sudorosa. Me asombro de mi propia elocuencia para resumir en dos minutos los últimos veinte años de mi doliente vida. “Me adelanté, doctor, por consejo de una amiga, y me saqué unas tomografías de contraste…” Las extendí con gesto medieval, como quien entrega al alguacil, único facultado para leerla, el pergamino de su sentencia, sin conocer el veredicto.
Un remedo de sonrisa se petrificó en mi rostro, curiosamente de pronto ¡el dolor había ¿desparecido?! No del todo pero, había un efecto magnético cuando vi pasar ante mis ojos hasta la pantalla de luz las gráficas de las rebanadas sectoriales de mi cerebro, para ser examinadas en menos de cuarenta segundos, para dar un diagnóstico demoledor, ¿inesperado?: “todo está bien con su cabeza señor…” Mi sonrisa debió convertirse en una papaya partida en dos y mis ojos dos cuencos de felicidad animal.
El neurólogo sonrió con más énfasis, alegre de verme alegre, y después abrió el sobre para introducir las enormes micas, y vio un papel dentro del gran sobre, sacándolo, y tras leerlo unos segundos ratificó: “en efecto, aquí está la interpretación del laboratorio, todo en orden con su cerebro”, lo guardó ante mis ojos voraces y me tendió el sobre
Pero eso no quería decir que no había problemas, después de una larga explicación, me extendió una receta con medicamentos reestructurantes del sueño y de los nervios, analgésicos novedosos de calcio que me restaurarían en unos seis meses los nervios maltratados durante casi dos décadas, sin la menor atención médica, me dice con galena sapiencia: “es el estrés acumulado, cefaleas nunca atendidas, las malas posturas, el insomnio…”
La buena noticia, me dijo, es que no soy el típico abusador de analgésicos, aspirinófagos recalcitrantes, sino todo lo contrario, había renunciado a ellos ahce mucho por ineficaces, pero esa era la mala noticia, que por el daño podría prolongarse el tratamiento. Por lo pronto, surto mi receta, ya habrá tiempo para métodos menos invasivos…
Tiempo, tiempo para ver atónito ese papel dentro del sobre, que pude leer hace muchos días y ahorrarme penosas horas de falsas agonías y sombrías blasfemias… ¿Será precisamente por eso que no se me ocurrió ni abrir el sobre? El resultado estaba allí, siempre, el tumor imaginario estuvo también allí, primero como idea, como un virus, un meme personal, porque ¿nunca estuve en riesgo? ¿Fue sólo un estúpido drama? ¿Tiene algún significado místico? Aquí no hay, no hubo, nada de nada…
Antes de surtir la receta que me dará días de felicidad química, reestructurando mis dolores y reparando mis nervios quemados, una señal aletea en mi cerebro: el primer día del resto de mi vida será una mudanza, que sabe a la soberbia de quien se ve a salvo de un naufragio, aunque haya perdido todas sus pertenencias, pero yo sé que del otro lado de la puerta, sea en el DF, en el Caribe o en Shangai, mi felino cuántico interior seguirá acechando, recordándome.
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