Nuestro guía y patrocinador de viajes sicodélicos, el
promotor de artes plásticas, a quien llamaré en adelante Aqueronte, su amiga de
unos 22 años, a quien llamaré Alicia, Lorenza, el pintor --a quien llamaré--- Fat
Freddy Polock, Jefté y yo, nos dirigimos por un desarrollo suburbano con
iglesia olor a ladrillos nuevos, una plazoleta, calles de tierra que a las once
de la mañana lucía desolado porque casi todos los adultos estaban en el bloqueo
de la carretera en protesta por la falta de agua.
Tomamos un sendero pedregoso y empinado con un clima más
bien frío y húmedo, apendejados por la retirada del alcohol y otras sustancias
que cada quien portaba en su flujo sanguíneo, co una golosa codicia que animaba
nuestros músculos en pos de una EXPERIENCIA con hongos alucinógenos.
Aqueronte es de los que acude cada temporada de lluvias,
incluso varias veces, además de cliente consentido le encanta pastorear a las
almas sedientas carne terrosa y eclosiones ópticosensoriales, pero esta
“familia” de fungófilos había crecido numéricamente y llegó para quedarse,
porque de ser una excursión doce o catorce años atrás con algunos aventurados
que podrían ser presa fácil de policías municipales, estatales o federales, o
sus primos de profesión, los raterillos a salto de mata. Ahora se había
convertido esto en un camping permanente de alucinados hasta la madre en hongo,
según platicaba en su pegajosa barcaza verbal como guía de turistas con los
pasos decididos de una tropa de nubes en el festín de truenos.
El plan era bajar la cañada por el sendero pedregoso y en el
lecho de un río entregarnos a un almuerzo de carne de montaña, florecillas de
los dioses, campánulas celestiales, o chonguitos sagrados, para la ocasión, pero
ya desde los primeros pasos vimos los signos ominosos, incluso antes de llegar
porque estábamos rompiendo con las reglas más elementales de un viaje, porque nuestros cuerpos estaban
contaminados con tóxicos de diversa procedencia, la actitud y el estado no era
el más adecuado; el pueblo estaba alebrestado por la falta de agua y bloqueaba
carreteras, y ahora a la entrada misma del sendero que nos llevaría al, lecho
del río, una insólita y rarísima montaña de zapatos viejos nos dejó la
impresión suficiente para especular cosas raras y macabras, y no sé quién fue
el inteligente que dijo “seguro aquí vienen a tirar los zapatos después de
robar y matar a la gente…”
Si alguien le hizo caso, no lo sé, pero unos cuantos pasos
más adelante un viejo leñador muy pobre arrastraba un fardo amorfo de
desperdicios campestres y suburbanos, cartones, plásticos y láminas además de
un haz de maderas y una afilada hacha, custodiada su mercancía por cuatro
fieros canes, uno pequeño pero muy bravo y otros distantes, también
amenazantes, más fornidos, el más de ellos, negro oscuro de mirada malsana que
se contentaba con gruñir, cuando el pequeñito se abalanzó contra nuestros
tobillos y pantorrillas, nos espantó lo suficiente pero nos dejó pasar,
acelerados, sendero abajo.
Ya queríamos llegar, hacer nuestro picnic psicodélico y
deambular por los alrededores, especialmente las dos chavas ansiosas empezaron
a extraer algunos tallos, trozos sueltos para comerlos como botanas de camino.
En el fondo parecía toda una irreverencia pero ya corría el primer año del
milenio y todo parecía aburrido… Hasta el virus informático del 2000 y las muy
localizadas demencias colectivas del fin del mundo se perdieron entre las insulsas
televisiones vomitando gritos de una serie “de risa” repetida hasta el
cansancio como la misma estúpida pizza de animales muertos convertidos en
detritus deliciosos como las porquerías postcapitalistas de Afganistán e Irak,
y acá en México en una pintoresca Foxilandia que empalidecía rapidísimo.
¿Qué había cambiado a la vuelta del calendario del milenio? ¿Un
grado mayor de cinismo y perfidia? Nosotros, ingenuos protagonistas…
(Continuará…)
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